lunes, 1 de octubre de 2018

La matanza. Una tradición familiar extinguida




Cuando llega el otoño, vuelven a mi memoria imágenes de otros tiempos que permanecen dormidas. Los olores despiertan vivencias de mis años de infancia y los paseos por el casco antiguo de la ciudad me ayudan a recordar costumbres ya desaparecidas.

No hace demasiado tiempo, las familias que podían adquirían un cerdo que iban engordando a lo largo del año con pellas, patatas cocidas y sobras de las comidas; con la llegada de los primeros fríos se preparaban para sacrificarlo y hacer embutidos, tocino salado y jamones con los que se iban arreglando a lo largo del año.

Con anterioridad colgaban en las ventanas de las solanas rastras de pimientos con los que hacer luego los chorizos y adquirían en sus tiendas de confianza piñones en abundancia para las morcillas; toda clase de especias como la pimienta, el clavo, la canela para los buches, salchichones…; condimentos para los chorizos como el pimentón dulce y picante y sal en abundancia para los embutidos en general y para salar ciertas partes del animal como los jamones y paletas o los espinazos y el tocino.

Llegado el gran día, la familia entera se reunía, porque se necesitaba mucha fuerza masculina para mover al animal y mucha destreza femenina para hacer los embutidos; acudían los hermanos, sobrinos y amigos allegados a pasar dos días inolvidables porque, aunque se trabajaba duro, la convivencia era excepcional, por lo menos entre los miembros de la familia con la que compartí varias matanzas. Mis vecinos y anfitriones eran Juan el Requirior, también conocido como el Rojo Invierno o, como lo llamábamos los vecinos, Juan el de la Eugenia y su esposa, Eugenia, hija de Cruz la Pantalona, excelentes personas que me hicieron pasar momentos inolvidables y con los que compartí numerosas conversaciones.

El cerdo, por lo menos el de la matanza de mis vecinos, se sacrificaba en la calle y todavía recuerdo con estupor sus gritos cuando estaba siendo degollado. Después, se achuscarraba el pelo de toda la piel del animal cuyo mal olor saturaba todo el ambiente y, por último, se colgaba del techo a través de un agujero y se sujetaba desde una habitación superior y así se facilitaba el troceo. Me chocaba que aquel agujero estuviera tapado el resto del año con un zuro de panocha.

Mientras que los hombres realizaban la labor anteriormente descrita, las mujeres pelaban cebollas a destajo para las morcillas que era lo primero que se hacía. Me llamaba la atención la curiosa forma que tenían de probar las masas de sal y de especias: cogían cascarones de huevos y depositaban en ellos una porción de los futuros salchichones, chorizos, buches…, y los ponían a cocer en calderas preparadas para recibir las tripas llenas de aquel manjar. La mujer más experta era la que se encargaba de esta tarea porque de ella dependía que los embutidos estuvieran exquisitos y en su punto de sal, o desabridos.

Al mediodía se preparaban unas abundantes migas con despojos del chino como hígado, riñones o asadura, y en algunas casas olla de col o ensalada de patatas para ayudar a pasar las migas. Cada año mi vecina nos invitaba a los niños vecinos y amigos de sus hijas, Carmen y Cruz, y lo pasábamos muy bien, para nosotros era un fin de semana de fiesta total.

Terminada la matanza, Eugenia llevaba a los vecinos más allegados y a los familiares que la habían ayudado un presente de muerte marrano.

Los tiempos cambian y hoy parece ser que no se permite, por razones sanitarias, matar los chinos en las casas, pero yo me siento afortunada por haber conocido de primera mano esta actividad y conservarla con un recuerdo grato en un rincón de mi memoria. Valga este artículo como un homenaje a unos inolvidables vecinos; ¡ah!, por cierto, Juan tenía la mejor yegua de todos los alrededores y montaba sobre sus lomos a los niños que no tenían miedo a las alturas, pero yo me perdí esa experiencia.  


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Encarna Reinón Fernández
Profesora de Lengua Española y Literatura