sábado, 24 de abril de 2021

¿Dios escribe recto?[1]


 

Después de un intenso día de agobiante trabajo salió a pasear con el único objetivo de respirar aire fresco. El cielo no estaba muy despejado y, a pesar de que amenazaba lluvia, conscientemente no cogió su paraguas. En la esquina próxima al parque la castañera voceaba su producto recién hecho y calentito y, como arrastrada por una fuerza inevitable, compró un cartucho de humeantes y olorosas castañas y un algodón de azúcar.

¡Qué rico está el algodón!, tiene el mismo sabor que las nubes que compra mi hermano; tal vez por eso me gustan tanto. ¡Vaya!, no lo había pensado antes. ¡Y las castañas, benditas castañas!, me recuerdan aquellas húmedas tardes de llovizna insistente en las que mi paciente padre nos cogía de la mano a mi hermana y a mí y nos acercaba al cine, y de paso nos compraba un cartucho. Cuando llegábamos, nos las comíamos ansiosas y nos tiznábamos la cara y nos reíamos. El pobre terminaba calado hasta los huesos, pero no le quedaban manos para socorrerse de la lluvia. ¡Cómo pasa el tiempo!

Era muy golosa y esa máscara pegajosa que dejaba en los labios el algodón en contacto con la saliva le hizo buscar en su bolso una toallita húmeda para poder limpiarse aquel dulce y nostálgico embozo. Los recuerdos le habían hecho pasar un rato muy agradable. En aquel preciso momento la memoria se le impregnó por entero de la nostalgia de su madre; los había dejado tan pronto que, a pesar de que se esforzaba, no recordaba el tacto de sus manos ni la calidez de sus besos; su memoria era la de las fotografías que llenaban todos los rincones de su casa. No sabía lo que era confiarle un secreto, pedirle una opinión, desear volver de clase para notar su presencia; había dejado un hueco en su vida doloroso e intrigante a la vez porque muchas veces se preguntaba cómo habría sido su existencia con ella. No era amiga de lamentos, pero de vez en cuando la añoranza le jugaba malas pasadas.

Leonor tenía veinticinco años y un trabajo todo lo bueno que se podía encontrar. A pesar de su excelente preparación académica, era graduada en Filosofía, y sus conocimientos de idiomas, dominaba a la perfección el inglés, el polaco, el japonés y el griego moderno, su trabajo no era todo lo bueno que se merecía, ni el sueldo, pero ella era positiva y veía en él su libertad y autonomía. Muy inteligente y excelente pensadora, sus compañeros la tenían como referencia para consultarle cualquier tipo de problema, tanto profesional como personal. Morena de cabello matizado con tonos cobrizos, de piel blanca resaltada por la profundidad de su pelo, boca jugosa y labios carnosos y rosados, y ojos totalmente expresivos, juguetones y a veces con matices picarones resaltados por su risa, catarata de sonidos alegres, a pesar de su juventud, transmitía tranquilidad y seguridad. No era muy alta, pero estaba bien formada y tenía un cierto estilo para andar y vestir, siempre dentro de una sencillez casi monacal; ni pendientes ni otro tipo de complementos, para ella la comodidad era antes que la estética ya que había sido educada en la sobriedad.

El verano estaba a la vuelta de la esquina y necesitaba salir de la ciudad unos días. No sabía si buscar playa o montaña, pensaba ir sola y, por lo tanto, la decisión dependía de ella. Los sábados por la tarde los dedicaba a no hacer nada, bueno sí, a ver la televisión y a cambiar de canal hasta encontrar algo entretenido. En uno de esos cambios lo que salió en la pantalla la dejó boquiabierta, un grupo de niños jugaba con balones y espadas correteando por encima de unas tumbas en un cementerio. Lo que oyó la sorprendió aún más, que en su pobreza las gentes de aquella ciudad, como no tenían casa donde vivir, hacían de lo que nosotros llamamos panteones en un cementerio su habitáculo y lo cuidaban porque tenían allí todo lo que poseían: televisión, hornillo para guisar, camas… Siguió atentamente todo lo que se veía y oía, y al final del programa anotó el número de teléfono y de correo electrónico que salió en la pantalla porque pedían voluntarios. Día tras día recordaba con asombro aquellas impactantes imágenes y decidió ponerse en contacto con aquella gente a ver qué era eso del voluntariado.

Tengo que ver con mis propios ojos las miserias del mundo, creo que podré poner mi granito de arena y ayudar. No es que sea muy asidua en la iglesia, pero soy católica y estas cosas te mueven la conciencia. Además, qué mejor que pasar un mes desconectando de verdad. El billete me cuesta lo que pensaba gastar este año en las vacaciones, me dan de comer y cama y creo que será una experiencia inolvidable. Mi padre no tiene por qué saberlo todo, es un don inconvenientes, mejor me callo y consulto con la almohada las posibles dudas.

La experiencia fue realmente positiva; para Leonor aquellas vivencias formaron parte de su proceso de maduración personal. Ver tanta miseria acumulada, tanto hacinamiento de personas debilitadas por el hambre y las enfermedades, mezcladas con los animales que les servían como alimento en el mismo habitáculo, le sirvió como acicate para tomar la decisión que habría de marcar su vida: se juró a sí misma que colaboraría en todo lo que estuviera en su mano para paliar el dolor de aquellas víctimas inocentes. De vuelta al trabajo reanudó la rutina  y sus compañeros la recibieron con los brazos abiertos y aquel día la invitaron a comer, ansiosos por el relato de sus aventuras.

 Pasó el tiempo y se estableció de nuevo la rutina de la normalidad, y un día de camino a la parada del autobús Leonor notó cómo el bolso le vibraba, ¡vaya!, será el pesado de mi hermano que desde que tiene móvil no me deja tranquila ni a sol ni a sombra. Prosiguió su camino, llegó a su casa, estiró los brazos, se bebió un vaso de agua con limón escurrido y se dispuso a revisar los mensajes de su móvil: "Los laboratorios farmacéuticos informan de que se van a realizar unas pruebas de medicamentos próximamente. Se necesitan personas jóvenes dispuestas para los ensayos clínicos. El 40% de los beneficios de venta llegarán sin impuestos al Tercer Mundo. Interesados contactar en horario laboral con…"

Es horrible ver el mundo desde esta perspectiva. ¿Qué soy? No encuentro respuesta a esta pregunta. Mi padre no se atreve a darme un beso de despedida y mi hermana no viene porque es muy sensible y se pasa dos o tres días después de verme vomitando. Mi hermano es el único que me besa y me impregna de sabor a nubes y olor a algodón de azúcar y que me habla y me cuenta cosas del colegio o de la familia.

Qué pesado es notar que te tocan, que te vapulean; lo mejor de todo esto es no sentir dolor. Estoy, como en un túnel del tiempo, sin cuerpo, como flotando, pero con cerebro. Las enfermeras se lamentan de mi inconsciencia; una de ellas tiene una hija de mi edad y de vez en cuando, al quedarse a solas conmigo, me cuenta cosas; parece que no se llevan muy bien, es algo alocada y hace poco se fue a vivir con el novio y, como ninguno de los dos trabaja, las familias tienen que correr con los gastos. Bueno, por lo menos me da tema para pensar. Aquí no pasa el tiempo, todo parece estancado; solo me sirven como reloj las visitas semanales de mi familia y las entradas y salidas del personal sanitario. El otro día mi hermano me recordaba aquella película que vimos los dos cogidos de la mano y que nos hizo llorar a mares, me dijo que se acuerda mucho de ella porque a mí me pasa lo mismo.

 Un año ya de soledad, un año ya de sufrimiento. El contador de mi vida se ralentizó en el mismo instante en el que entré por aquella puerta y se cerró detrás de mí. No me arrepiento de la decisión que tomé tras leer aquel mensaje, creo que si tuviera otra oportunidad lo volvería a hacer igual. Echo de menos el trabajo, mis paseos por el parque en las húmedas tardes de otoño con las manos calientes por las castañas. Echo de menos las conversaciones con mi hermana, poder comer una manzana a mordiscos, poder sentir el agua de la ducha caer caliente sobre mi cabeza. Son múltiples sensaciones que llenan la rutina de la vida y que no las apreciamos. ¡Bendita normalidad! ¡Bendita rutina! Ahora mi vida es una sucesión de imágenes de gente que entra y sale por esa puerta, gris como la nebulosa, y que cambia el gotero, me muda el pañal, desinfecta la habitación; y eso un día y otro, y otro, y otro más, en un eterno retorno que tiene que tener un final.

 Hoy estoy esperanzada porque en la última visita mi hermano me leyó un recorte de periódico, que le quitó a mi padre, en el que decía que un médico noruego creía que había encontrado una posible salida a mi problema. Que iba a venir para experimentar conmigo. Mi caso corrió como la pólvora por los periódicos de todo el mundo. ¡Bueno, de algo tiene que servir tanta globalización!  Deseo con todas mis fuerzas que esto tenga solución; no cruzo los dedos porque no puedo, pero reflexionaré sobre el asunto porque, cuando se cierran los ojos y se piensa con fuerza en algo, dicen que eso ocurre. Estos son momentos de esperanza, de fe en los demás y en esa fuerza que me hace todos los días soportar esta muerte en vida con resignación. Hoy creo que por fin he entendido aquella afirmación que ha rondado por mi cabeza desde aquel día en que la oí en clase: "Dios escribe recto en renglones torcidos". Yo debo de ser uno de esos renglones que parece que Dios quiere ya enderezar.



[1] Dios escribe recto en renglones torcidos significa que, aunque a veces creamos que lo que ocurre es un castigo, si pensamos en profundidad, nos daremos cuenta de que Dios nunca se equivoca y de que hay que esperar para encontrar sentido a lo que nos acontece.



Del libro de Encarna Reinón  ACUARELA DE VERDES

www.diegomarin.com/9788417438654-acuarela-de-verdes.html

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Encarna Reinón Fernández
Profesora de Lengua Española y Literatura

domingo, 11 de abril de 2021

TIEMPO DE ESPERA

                    

 A veces esperar la muerte da sentido a la vida. A veces la vida transcurre a la sombra de una higuera, y el universo se reduce a la contemplación de la vida desde esa perspectiva.

Cada individuo tiene su propia filosofía, su propio mundo, y establece sus fronteras, hijas de sus ambiciones. Hay quien ambiciona todo en la vida, y hay a quien le sobra todo porque desde su universo casi todo es prescindible.

Juan Pedro tiene la piel curtida por el sol y el aire del campo; es medianete, un poco encorvado y enjuto de rostro. Su piel está surcada por el tiempo, y sus manos son el canto a una época de esfuerzo y necesidad, de juventud y potencia. Nació en un cortijo que lindaba con el cielo y la tierra, desde donde no se veía más que eso, cielo y tierra, y donde aprendió que el trabajo hace digno al hombre, porque esa herencia la recibió de sus progenitores. Allí empezó a vivir en armonía consigo mismo y a valorar el paso del tiempo como espera.

Aprendió las letras necesarias en quince días para después, en sus momentos de soledad en el monte con sus ovejas, combinarlas y darles sentido. Sabe leer y escribir lo preciso para reírse de la burocracia con su firma, y no le interesa la complicación de las palabras porque ha podido sobrevivir en su simplicidad.

Un golpe de suerte del destino convirtió a su familia en terrateniente, precisamente de lo que por justicia y trabajo le correspondía. Y su matrimonio y la herencia le hicieron prosperar, y cambió el aislamiento por la soledad de su nuevo cortijo.

Juan Pedro ya no tiene prisa, está jubilado y mermado de fuerzas, y ahora se dedica a contemplar el paso de los días y de las horas, a esperar lidiar la última faena, a vivir bajo su higuera.

Los días transcurren, unos con más sol y otros con menos, con el aire de abajo o de arriba, y Juan Pedro desde su silencio y contemplación de la vida espera pacientemente.

Hay días en que también hace extras como los de mercado, cuando coge su carretilla nueva y se acerca con la mujer a acarrear la compra, "porque, sabe usted, ella no tiene fuerza en ese brazo desde la operación". Y en las fiestas se pone su ropa nueva y su reloj de bolsillo que guarda para las ocasiones. El médico le ha quitado el tabaco, pero él piensa que un poco de vida menos no le viene mal a nadie.

Es difícil desde fuera entender esta postura de aparente simplismo, pero de profunda filosofía ante la muerte. Cuando ya uno ha dado de sí todo a la vida y ha recogido los frutos que esta le ha querido dar, cuando las cuentas están claras, qué mejor oficio que saber esperar con dignidad el fin anunciado de la vida. Tal vez esta postura sea la auténtica, y no la hipócrita, de quien nunca quiere aceptar el paso del tiempo.

Sólo un desacompasado y viejo acordeón suena de tarde en tarde, melancólico de otros tiempos, presionado por esas manos desencajadas por el esfuerzo de otros tiempos. Sus notas, irreconocibles, son hijas de la constancia y de la nostalgia.

Y yo contemplando a quien contempla, intento entender el sentido de la espera y exprimir los placeres del silencio.

 

Agosto de 1997



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Encarna Reinón Fernández
Profesora de Lengua Española y Literatura