domingo, 11 de abril de 2021

TIEMPO DE ESPERA

                    

 A veces esperar la muerte da sentido a la vida. A veces la vida transcurre a la sombra de una higuera, y el universo se reduce a la contemplación de la vida desde esa perspectiva.

Cada individuo tiene su propia filosofía, su propio mundo, y establece sus fronteras, hijas de sus ambiciones. Hay quien ambiciona todo en la vida, y hay a quien le sobra todo porque desde su universo casi todo es prescindible.

Juan Pedro tiene la piel curtida por el sol y el aire del campo; es medianete, un poco encorvado y enjuto de rostro. Su piel está surcada por el tiempo, y sus manos son el canto a una época de esfuerzo y necesidad, de juventud y potencia. Nació en un cortijo que lindaba con el cielo y la tierra, desde donde no se veía más que eso, cielo y tierra, y donde aprendió que el trabajo hace digno al hombre, porque esa herencia la recibió de sus progenitores. Allí empezó a vivir en armonía consigo mismo y a valorar el paso del tiempo como espera.

Aprendió las letras necesarias en quince días para después, en sus momentos de soledad en el monte con sus ovejas, combinarlas y darles sentido. Sabe leer y escribir lo preciso para reírse de la burocracia con su firma, y no le interesa la complicación de las palabras porque ha podido sobrevivir en su simplicidad.

Un golpe de suerte del destino convirtió a su familia en terrateniente, precisamente de lo que por justicia y trabajo le correspondía. Y su matrimonio y la herencia le hicieron prosperar, y cambió el aislamiento por la soledad de su nuevo cortijo.

Juan Pedro ya no tiene prisa, está jubilado y mermado de fuerzas, y ahora se dedica a contemplar el paso de los días y de las horas, a esperar lidiar la última faena, a vivir bajo su higuera.

Los días transcurren, unos con más sol y otros con menos, con el aire de abajo o de arriba, y Juan Pedro desde su silencio y contemplación de la vida espera pacientemente.

Hay días en que también hace extras como los de mercado, cuando coge su carretilla nueva y se acerca con la mujer a acarrear la compra, "porque, sabe usted, ella no tiene fuerza en ese brazo desde la operación". Y en las fiestas se pone su ropa nueva y su reloj de bolsillo que guarda para las ocasiones. El médico le ha quitado el tabaco, pero él piensa que un poco de vida menos no le viene mal a nadie.

Es difícil desde fuera entender esta postura de aparente simplismo, pero de profunda filosofía ante la muerte. Cuando ya uno ha dado de sí todo a la vida y ha recogido los frutos que esta le ha querido dar, cuando las cuentas están claras, qué mejor oficio que saber esperar con dignidad el fin anunciado de la vida. Tal vez esta postura sea la auténtica, y no la hipócrita, de quien nunca quiere aceptar el paso del tiempo.

Sólo un desacompasado y viejo acordeón suena de tarde en tarde, melancólico de otros tiempos, presionado por esas manos desencajadas por el esfuerzo de otros tiempos. Sus notas, irreconocibles, son hijas de la constancia y de la nostalgia.

Y yo contemplando a quien contempla, intento entender el sentido de la espera y exprimir los placeres del silencio.

 

Agosto de 1997



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Encarna Reinón Fernández
Profesora de Lengua Española y Literatura