viernes, 13 de agosto de 2021

LAS LUCES DE LA FERIA. Apuntes del recuerdo


En verano, sobre todo, los feriantes se desplazan a los pueblos más o menos próximos para ganarse la vida. Dura manera de agenciarse el sustento. Ellos son la fiesta y todos esperan que, con su llegada al pueblo, se repita el milagro casi mágico de la diversión.

Al llegar a los lugares descargan los bultos de su equipaje del camión, que comparten con otros compañeros, y se disponen a realizar el arduo trabajo de armar los puestos o casetas donde colocan todos sus enseres y mercancías.

Próximos unos a otros se colocan los turroneros y empiezan a enroscar tornillos en sus "artes", para soportar el peso de la lona que les dará cobijo. A pesar de lo mucho que han evolucionado, estos puestos de turrón no se alejan de su esencia rústica primitiva. Un mostrador más o menos consistente y unas lonas y toldos son la única protección para estas personas que se exponen a las inclemencias de las tormentas de verano y de los gamberros. Es tan vulnerable este armazón que hay que creer en la buena fe del género humano para poder dormir sin sobresaltos entre estas paredes provisionales. Con suerte algún vecino caritativo y bondadoso que se fía de estos extraños, les cede alguna habitación de la casa como almacén y dormitorio, o les deja utilizar el aseo. si no es así, una cama plegable se convierte por las noches en un nido familiar, y algún cubo de basura en letrina provisional para las necesidades más urgentes. Todo se hace allí. Unas sábanas de lienzo blanco separan el dormitorio-retrete del mostrador-cocina. Tras las sábanas-tabique, un cordel tirante de lado a lado sirve para colgar las ropas, y una caja de cartón guarda todos los accesorios para componer la belleza ante la llegada de la fiesta.

Con la llegada de la noche las luces de la feria se encienden y comienza el bullicio de gentes que van y vienen, vienen y van, con zapatos de estrena y ropas de gala. Los niños tiran del brazo de sus padres y algunos se deciden a parar ante el turrón dispuesto en trozos colocados en hileras de colores. Titubeantes, miran hasta que se deciden y llevan a su boca ese trozo que guarda el calor ambiental y que no alivia en nada los sofocos de una ardiente noche de feria con traje y zapatos nuevos y luces multicolores.

Las luces hacen brillar el celofán de las pastillas de turrón, las bolsas de caramelos, frutas glaseadas... Y sobre todo resaltan a esa mujer que compite con sus rivales de los puestos vecinos por mantener a unos buenos parroquianos que le hacen sustancial gasto.

- ¿Cómo estamos ?

- Muy bien, gracias.

- Ya se ve, ¿Y su señora?

- No se acuerda usted de que me quedé viudo hace diez años.

- ¡uf! Perdona hijo, pero te confundí con otro.

- No pasa nada.

Las ventas rentables se hacen las últimas noches de la feria; las iniciales son para los saludos y para entrar en contacto con los dulces turrones que excepcionalmente se compran por las mismas fechas. A veces algún cliente atrevido se siente con derecho a mascullar alguna grosería o a lanzar alguna que otra mirada obscena a, que la turronera esquiva ignorando al intruso.

Estas luces de la noche eclipsan las miserias de los feriantes, que traen la fiesta y la ilusión para las gentes que pasan y pasean ajenos a su drama.


No lejos de los puestos de turrón en el recinto ferial, las casetas de juguetes exponen su material a los clientes: caballos, muñecas, cochecitos... Todo alineado en la calle o colgado del techo, que hay que recoger de noche y colgar de día. Las casetas son todas de madera y en ellas los feriantes tienen más amplitud de movimiento que los turroneros.

Los columpios, sin vida ni color de día, solitarios, recobran al atardecer la dignidad del espectáculo. Música, luces, niños, se entremezclan con su jolgorio y alegría ferial. Las palomitas y algodones de azúcar atraen a estos pequeños invasores que, anonadados ante tanta grandiosidad, comen y comen sin saborear porque gastan todas sus energías sensoriales en mirar.

Todo un mundo de magia y fábula forma la feria. Una eterna alegría parecen transmitir estos feriantes con sus máscaras de la noche. Sólo quien ha visto y vivido esa miseria es capaz de no sentir ni vivir esa fingida euforia; sólo quien sabe lo que es malcomer y malvivir no se hace cómplice de esa aparente normalidad. Sólo a quien ha sido feria no le divierte la feria, y lejos de reírse siente lástima de los payasos.

Termina la feria. Se apagan las luces, y los feriantes desarman sus puestos y casetas, y se disponen en su eterno retorno a dar vida a la feria del pueblo vecino.

Parece que cuando se van el pueblo recobra su cómoda normalidad.

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Encarna Reinón Fernández
Profesora de Lengua Española y Literatura