MI NACIMIENTO, INFANCIA Y ADOLESCENCIA
Mi
nacimiento fue el 29 de septiembre de 1924; mi bautismo, en la Iglesia de la
Purísima Concepción de Caravaca de la Cruz. Mi padre se llamaba José Domingo
Reinón Corbalán y mi madre Encarnación Sánchez Martínez Reina. Mis abuelos
paternos eran Ángel Reinón y Emilia Corbalán; los maternos, Bartolomé Sánchez y
Encarnación Martínez Reina.
Mi
nacimiento fue en la carretera de Granada, en una casa que hace esquina en la
carretera de Moratalla, por detrás de la calle Junquico y enfrente del
Templete.
La
casa se compone de tres plantas, en el bajo estaba la alpargatería de mi tío
Gonzalo, en la primera planta y la segunda vivíamos nosotros. En la primera
planta había tres habitaciones y una cocina comedor con un fuego con chimenea,
donde se guisaba. A cada lado del fuego había un armario donde se guardaban
todos los enseres y los alimentos; debajo había dos huecos, uno para meter la
leña y el otro para las sartenes y otros utensilios. En el resto del comedor,
en una esquina estaba el aseo, que era muy pequeño, en una orilla un sofá de
madera, en el centro una mesa grande con sus correspondientes sillas y en la
otra esquina un lavabo, junto al que se encontraba la puerta de entrada de
cristal.
En el
centro había una ventana grande que daba a la calle Junquico, al otro lado de
la calle se encontraba el chalet de don Cristóbal Rodríguez, que estaba rodeado
por un jardín con una baranda de hierro y unas puertas muy grandes para los
coches y otra enfrente de la puerta principal. En el jardín había varios
árboles grandes, pero enfrente de la ventana resaltaba una palmera muy alta que
hoy en día se encuentra en la Prolongación de la Gran Vía, en el parque de
Pedro García Esteller, al que de vez en cuando voy a visitar porque me trae
muchos recuerdos de la niñez.
En la
otra parte de la primera planta había dos habitaciones, una donde mi padre
tenía el despacho —y donde también estaba el armario de luna porque
no cabía en el dormitorio— con un balcón que daba a la carretera. En la otra
habitación había un dormitorio grande con tres camas, una cuna y un aparador.
Una cama era la de mis padres, la cuna para el pequeño, y en las otras dos
dormíamos los ocho restantes (cuatro en cada una, dos en la cabeza y dos en los
pies). En la habitación había dos balcones, uno que daba al Templete y el otro
a la carretera de Granada. Éramos nueve hermanos, dos varones y siete mujeres.
De mayor a menor los nombres son: Emilia, Encarna, Ángel, Teresa, Josefa, Juan,
Amparo, Consuelo y Dolores.
En la planta de arriba había tres habitaciones.
Una estaba preparada con un poyatón, que tenía unos fuegos para cocinar, con
una ventana grande que daba a la carretera, otra que daba a la calle Junquico,
con un armario grande donde se guardaba la ropa. En la otra parte había una
habitación partida en dos con una alambrera donde se ponían los embutidos, un
cajón grande donde salaban los jamones,
y dos ventanas (una al Templete y otra a la carretera). En la otra parte
metíamos la leña para el fuego y los enredos.
Cuando era pequeño me dolían los oídos muy a
menudo y si mi madre se enteraba de que había una criando, iba con un dedal
para que le echaran un poco de leche, me la echaba en los oídos y me calmaba el
dolor. Una vez nos pusimos enfermos mi hermana Encarna y yo, nos puso un catre
en la habitación de al lado y, como era de noche, nos dejó allí y dijo: “mañana
Dios dirá”. Cuando nos pusimos buenos, un día bajaba con mi hermana por la
escalera y yo me caí, la enganché con los pies y caímos los dos, con la mala
suerte de que me golpeé con el pestillo en la cabeza. Estuve varias horas
inconsciente y, después de eso, mi padre quitó el pestillo que llevaba la
puerta.
Cuando éramos un poco más grandes, nos fuimos los
tres mayores a dormir a casa de mis abuelos maternos, que vivían al lado,
porque ya no cabíamos en las camas y su casa era muy grande (tenía seis
dormitorios muy amplios). En los veranos, mi padre nos llevaba a los tres
mayores a la playa de Alicante a la casa de unos parientes que les decían “los
Checas”, en un barrio al que llamaban Benalúa.
En uno de estos viajes, cuando cogimos el autocar
en la puerta de Cantó, donde estaban las oficinas, al montarnos, mis hermanas
vieron en el suelo unas monedas que eran de plata; como les daba vergüenza
agacharse, me lo dijeron a mí y me agaché para recogerlas, eran unas diez o
doce. Cuando salía del autocar llegó un hombre buscándolas, yo se las iba a
dar, pero cogió unas pocas y dijo: “con esto tengo para beberme unos chatos de
vino”; después de eso, no le dije nada.
Mientras viajábamos, mis hermanas empezaron a
pedírmelas y no se las di. Llegamos a Alicante, dejamos el equipaje en la casa
a la que fuimos, bajamos a la playa —en la que en aquel entonces había unos
bañaderos muy grandes que se metían dentro de la playa—. En la explanada había
unas casetas para cambiarse la ropa. Mi padre alquiló una y él y yo nos
cambiamos los primeros, mis hermanas después. Registraron los bolsillos de mis
pantalones y me quitaron unas pocas monedas, pero no quise decirles nada porque
me dejaron suficientes para comprarme golosinas.
Los días que fuimos a la playa en los años
siguientes, estuvimos en una casa que estaba en frente de la playa.
Aquel año
se murió mi abuelo paterno, pero como yo era pequeño me fui a jugar con los
zagales por los alrededores de mi casa. Recuerdo que todas las noches después
de la cena subíamos a visitar a mi abuela, que vivía en la calle de los
Ciruelos, en la misma entrada, cerca del Templete. Entonces llevaba unas ropas muy largas, como se usaba,
y era una mujer muy seria; me cogía y me sentaba en sus rodillas. Al poco
tiempo también falleció.
Mi padre me llevaba al cementerio, que entonces
estaba al final de la calle Larga. Estaba enterrada en unas galerías debajo de
tierra, que como eran tan estrechas me daba miedo bajar.
A la casa que era de mis abuelos se vino a vivir
mi tía Eladia, que era hermana de mi padre. Mi abuelo materno tenía una
carpintería, en la que trabajaba un oficial que se llamaba Juan, que vivía en
Coy, Lorca, que los lunes madrugaba para estar a las ocho en Caravaca, que era
la hora de engancharse a trabajar. Los sábados se volvía a ir; casi todos los
días cuando terminaba el trabajo nos íbamos a dar un paseo por la huerta y al
volver nos veníamos por la estación. Al pasar por donde tenía la fábrica de
alpargatas Pablo Coriana, para salir a la carretera de Murcia, como entonces no
tenía alumbrado la calle, me daba tanto miedo que me agarraba a él, apretándole
la mano. Todos los veranos hacíamos lo mismo.
A los cuatro años me apuntaron a la escuela.
Cuando me lo dijeron mis padres me dio por llorar porque no quería ir y como
mis primos ya estaban yendo, todos los días venían a recogerme. La escuela
estaba en el puente Uribe, junto al barranco que cruza la calle. Mi maestro era
Don Basilio, allí fui aproximadamente un año, después me pasaron a la
Almazarica, donde iban mis hermanas mayores, que era la escuela mixta.
La maestra se llamaba Doña Florencia, que era una
maestra muy recta. Cuando te mandaba hacer una cosa y no la hacías bien, te
ponía de rodillas; otras veces usaba la palmeta para darte en la mano. Cuando
salíamos al recreo, los zagales jugábamos a una cosa y las zagalas a otra:
cuando jugábamos al látigo había que hacer una fila larga y, como había que
hacer giros, los últimos siempre salían por los suelos de la velocidad que se
tomaba. Las zagalas jugaban a la rayuela y a las escondidas.
Algunas veces por las tardes nos íbamos al
Cabecico a jugar a las manos en alto, también nos íbamos al puente de Santa
Inés a jugar en el río; muchas veces cuando salía de la escuela me iba al Malancón,
a una casa que estaba a la orilla de la carretera, que tiraron hace un par de
años y que estaba delante de lo que ahora es la estación de autobuses. Allí
vivían Carmen Zamora y sus dos hermanos, Adolfo y Antonio, que iban a la misma
escuela que yo, que estaba donde hoy está la gasolinera. Por detrás pasaba una
acequia para riego de la huerta. En el sótano de esa casa había una fábrica de
anís y en el año 1924 hubo una nube muy grande y se inundaron las bodegas y los
depósitos y los dueños se quedaron en la ruina. Después se dedicaron a hacer
gaseosas y tenían una especie de tasca para los carreteros que venían al
pueblo.
Otros días merendaba y me bajaba con los vecinos
un poco más abajo de mi casa a jugar a las manos en alto, a la lopia, y a todos
los juegos que entonces había. Me juntaba con Paco Fuentes, Jorge Talavera,
José María y Antonio el Yesero. Cuando en el mes de noviembre se caían las
hojas de los árboles, hacíamos montones para tirarnos encima, porque en aquella
época había muchos árboles y en la carretera pocos vecinos y todos nos
conocíamos. Estaba Paco Marín, que era esenciero, Ginés Fuentes, un poco más
abajo los Talaveras, la posada del Picador, los Gutiérrez, Antonio Castaño, la
posada del Celador, que su mujer era hermana de mi padre. Un poco más abajo
estaba la Almazarica con varios vecinos. Cuando se acabó la guerra, Basilio
Robles hizo una casa al lado nuestro.
La casa de Antonio Castaño era muy grande, con un
patio grandísimo que daba a la calle de atrás; tenía una báscula grande donde
pesaba a particulares y, como él se dedicaba a fabricar carbón vegetal y
también compraba y tenía dos naves para almacenarlo, mis padres y varios amigos
más bajaban a su casa a jugar al julepe en los días de fiesta. También tenía
una hija pequeña que era del tiempo de mi hermana Emilia y nos bajábamos a
jugar con ella; tenía una habitación con muchos juguetes ya que como era hija
única, tenía todos los caprichos que quería.
Otras veces, en el tiempo de los albaricoques,
cogíamos de cualquier bancal para comer y los dueños nos daban “la corría”.
Pero un día fuimos a una arboleda que era de Adolfo Zamora y me conoció, subió
al taller y se lo dijo a mi padre. Cuando llegué a mi casa mi padre me preguntó
que de dónde venía y qué llevaba, le contesté que de la escuela y que ese
albaricoque me lo habían dado mis amigos; entonces me arrestó para que cuando
saliera de la escuela me subiera al taller. Así estuve unos días hasta que me
quitó el arresto.
En aquella época se hacían muchas corridas de
toros y mi padre me llevaba. Recuerdo que me compró un pañuelo que llevaba
figuras de toros y toreros y me lo ponía en el cuello. Entonces había una plaza
de toros preciosa, con los palcos alrededor.
La Primera Comunión fue a los nueve años, el 25
de mayo de 1933 en la iglesia de la Purísima Concepción. Como la hacíamos con
las escuelas no fue nadie de mi familia; yo fui con una vestimenta muy
sencilla: un babero y unas alpargatas. Por la iglesia había una puerta que daba
paso al hospital de las monjas de la Caridad y allí nos dieron un chocolate con
un bollo. Estuve un poco tiempo ayudando al cura de monaguillo, asistía a los
entierros, hasta que me cansé.
A mi tío Rafael le gustaba volar las cometas, a
mí me hizo una. Los domingos nos íbamos al Cabecico a volarlas y aprovechábamos
los días que hacía aire para que se elevaran, pues entonces había pocas casas.
También nos íbamos a las Fuentes a pasear, ya que en aquellos tiempos no decían
nada aunque eran de particulares.
Por aquel entonces se hacían unas ferias muy
grandes. Mi abuelo, como las cuadras las tenía con madera para la carpintería,
mis tíos la sacaban al patio, que era muy grande, alquilaba esas cuadras a los feriantes y
también alquilaba habitaciones. Los que venían decían que después de la de
Albacete, esta feria, la de Caravaca, era la más importante de España. También
se hacía la feria de vacuno unos días antes, que era del uno al cuatro de
octubre. El día cuatro empezaba la de las bestias hasta el día ocho. Cuando
llegó la Guerra se suspendieron.
Recuerdo que mis tíos se juntaban con sus amigos
los domingos en la carpintería a jugar a las cartas y al dominó y por las
tardes se iban a los bailes caseros que hacían y al cine. Entonces había pocos
entretenimientos, aunque se hacían unos carnavales muy buenos: salían comparsas
que recorrían las casas de los señoritos, que siempre les daban algo; también
salían a otros pueblos, lo mismo que venían aquí.
Los bailes los hacían en el Cinema (que quitaban
las butacas), en el Círculo Mercantil y en varios sitios más. Mi abuelo era muy
recto, y cuando salían mis tíos por la noche después de trabajar, salían con
los amigos y les daba un horario en el invierno (las diez), si alguien no había
llegado a esa hora, cerraba la puerta y se tenían que ir a casa de un familiar
a dormir porque la llave se la llevaba al dormitorio.
Mi abuelo todas las noches se daba una vuelta por
la carpintería, por si había algo anormal. La fragua que tenía mi padre y el
local de la carpintería era suyo; tenía una ventana con su puerta, que la abría
y metía la cabeza para mirar por si había algo encendido. En el patio, junto a
las cuadras, había dos marraneras; todos los años se criaban tres cerdos (dos
para nosotros y uno para mi abuelo) y el sacrificio lo hacían entre mi padre y
mis tíos Germán y Rafael: los colgaban en la entrada del taller de mi abuelo y
allí los arreglaban y hacían los embutidos para una buena temporada.
Muchos domingos mi padre se iba al Empalme de
Calasparra con los amigos, ya que allí tenía Chireta una tasca a la que bajaban
a comer carne a la brasa. Mi padre me llevaba en una camioneta que tenía
Antonio, el Yesero. También mi padre en las ferias me llevaba al circo y a
montarme en los columpios.
Cuando llegó 1936 empezó la Guerra Civil. Mi
hermana Dolores, que nació por aquellos días, no se pudo bautizar porque los
republicanos cerraron las iglesias. Los domingos, los zagales nos íbamos a
jugar a las Cuevas del Marqués y por sus alrededores (las Fuentes, el Copo, la Fuente
Mairena). Al poco tiempo, mi padre me sacó de la escuela para ayudarle a
trabajar porque a mi tío Rafael, que trabajaba de oficial con mi padre, se lo
llevaron a la Guerra. Como tenía 13 años me puso a trabajar, pero como tenía
poca estatura me subía en un taburete para que alcanzara, me compró un marro
pequeño y así fui acostumbrándome.
Cuando tenía algún año más le ayudaba bastante,
pero casi al final de la Guerra también lo llamaron para que se incorporase. Se
juntaron varios amigos porque eran muy mayores, entonces se emboscaron en unas
cuevas que estaban cerca del pueblo y todas las noches bajaban a por la comida
que les tenían preparada. Así estuvieron hasta que la Guerra terminó. Cuando
estaban emboscados, yo hacía lo que podía en el taller, y mi abuelo, que era
carpintero y que estaba al lado, me ayudaba en lo que podía, hasta que mi padre
volvió.
Al terminar la Guerra, como abrieron las
iglesias, bautizaron a mi hermana Dolores que tenía tres años. Cuando ganaron
los nacionales, que eran de derechas, a los pocos días entraron los militares a
Caravaca, con los que iban muchos moros, y se dieron un pasacalles por el
pueblo.
Unos días antes empezaron a venir los que se
habían llevado a la Guerra y habían corrido la voz de que eran los que habían
matado a los del Castillo; pasaran por la Gran Vía o pasaran por la Plaza, los
cogían y los metían a la cárcel. Cuando mataron a los del Castillo, los que lo
hicieron estuvieron allí después de asistir a un mitin en el teatro Cinema en
el que los animaron a hacerlo. Acordaron subir al Castillo a matar a los presos,
a los que tenían encerrados porque eran de derechas, y el alcalde que había en
aquella época llamó al cuartel de la Guardia Civil y dijo que si oían tiros que
no se movieran.
Subieron al Castillo, empezaron a matar presos y
los que estaban encerrados se escondían donde podían, hasta se subían a los
tejados huyendo; pero un miliciano se subió al tejado con una pistola, a
matarlos, y, como había poca luz, uno de los suyos le dio un tiro en una
pierna. Empezó a chillar: ¡Que van
armados! Y entonces tomaron miedo y ya no siguieron porque pensaron que los
presos tenían armas. Si no hubiera sido por esta confusión, en vez de once
hubieran sido muchos más los muertos.
A mi padre le requisaron en la Guerra un aparato
de radio y entonces fue a recogerlo al Círculo Mercantil, donde tenían la
comisaría. Había un hombre al que mandaron a la Guerra de Cuba, donde lo
nombraron cabo y fue ascendiendo hasta que lo hicieron capitán, y cuando
entraron las Fuerzas Nacionales después de ganar la Guerra, les pasó revista en
la placeta de Ajote.
Al poco tiempo de acabarse la Guerra, se casó mi
tía Teresa y el refresco lo dieron casa de mis abuelos, que era muy grande. Los
dulces que quedaron, mi abuelo los encerró en la despensa y, como dormíamos
allí, mi primo Bartolo y yo vimos dónde dejó mi abuelo la llave y cuando se fue
a dormir nos levantamos, abrimos la puerta de la despensa y cogimos unos dulces
para comernos en ese momento y otros para después.
Cuando nos hicimos más grandes, mis padres nos
arreglaron en las falsas de mi casa una habitación para mi hermano y para mí,
con dos camas. Recuerdo que una noche cuando estábamos durmiendo empezaron las
camas a moverse, la de mi hermano más porque llevaba ruedas, y empezó a
chillar: ¡Papa, el Ángel me está moviendo
la cama! Pero yo me di cuenta de que era un terremoto; me asomé a la
ventana y estaba mi abuelo en la calle y mucha gente y, como duró segundos,
enseguida terminó y me acosté otra vez.
En tiempos de Guerra Blas y su hermano Dimas
llevaban el molino de Ramoncico, que está enfrente de la iglesia de la
Concepción, al lado de la Glorieta y, como éramos parientes, iba mucho por allí
y les ayudaba en lo que podía. Muchas noches dormía allí pues su hermano Dimas
hacía unas migas de torta a las que se les echaba chocolate deshecho por
encima, que estaban muy buenas, y eso era para el almuerzo. Dormíamos en el
suelo con unos colchones.
Una noche llegaron unos milicianos llamando con
las culatas de los fusiles a la puerta, pero Blas abrió la ventana que estaba
al lado y les dijo que qué querían y ellos contestaron que un saco de harina.
Blas dijo: Si queréis, me dais una bolsa
y la lleno, y se conformaron.
Como el molino estaba junto a la Glorieta, todas
las noches nos salíamos a jugar a la lopia, al chinche monete, a las bolas, a
las escondías y muchas cosas más. Con
los adelantos que hay en esta época se ha perdido todo.
He pasado por varias etapas de amigos; en
aquellos tiempos nos juntábamos Blas, Alonso, los hermanos Sabinas, Pepe, Juan
y Paco el Bolillas. Algunos teníamos catorce años y otros
eran mayores.
También me gustaban los palomos, la caza de
pájaros y, cuando iba a cazar, para no despertar a mi familia, como dormía en
las falsas y la habitación daba a la calle Junquico, me ataba un cordel largo
en la pierna y lo echaba por la ventana hasta el suelo y mis amigos me tiraban
del cordel y así me despertaba.
En tiempos de Guerra tenía mi abuelo un bancal,
que se lo requisaron, y como era algo grande sembraba de todo: patatas, cáñamo,
alfalfa y muchas cosas más. Los zagales íbamos a rebuscar patatas a los
bancales, cuando los dueños ya las habían cogido, y algunos días recogíamos
tres o cuatro kilos.
En el molino, el padre de Blas, cuando terminó la
Guerra, tenía escondido en la marranera, en el suelo debajo de unas losas
grandes, un saco con billetes y monedas de plata; con aquello compró un bancal
debajo del Camino del Huerto que después lo vendió y compró el Cabecico y unos
bancales que había debajo, por detrás del Matadero, que se inauguró en el año
1929 y en ese mismo año se hizo y se inauguró también el Cementerio y La
Estación del tren y la llegada del primer tren a Caravaca. Yo era muy pequeño y
me bajó mi padre, también acudió toda mi familia y casi todo el pueblo.
En la Guerra cogieron los nacionales a mi tío y a
otros en el frente de Extremadura y, según contaba, los cogieron los moros y
gracias a un capitán español no los habían matado, ya que los tenían preparados
para eso. Cuando terminó la Guerra, para que los sacaran del campo de
concentración las autoridades que había entonces, tuvieron que mandarles unos
avales de buena conducta.
Cuando se terminó la Guerra se empezó a hacer las
Fiestas de Mayo; eran muy sencillas, salían dos grupos, uno de moros y otros de
cristianos, a los que se les pagaba por salir, y varios Caballos del Vino.
Entre los caballistas estaba mi suegro, Antonio, de apodo el Brevas, y varios
conocidos como el Rajao o los Ferminas. La vestimenta era una colcha o lo que
se podían gobernar, hasta que la Michelena, una señora, arregló un caballo más
lujoso y fue evolucionando la cosa hasta que en estas fechas salen verdaderas
joyas. Lo mismo ha ocurrido con los moros y los cristianos y más recientemente
con los Armaos.
Al finalizar la Guerra mi padre siguió
trabajándoles a los agricultores a cambio de alimentos y, según la importancia
del trabajo, le entregaban aceite, harina, garbanzos y otras cosas. También se
tenían igualas, que se pagaban por años, que se hacían con varios agricultores,
pero como el trigo en aquella época era de estraperlo, una vez un cliente de
las Cañadas de Moratalla nos bajaba una fanega de trigo y en el camino estaba
la Guardia Civil y lo pararon en un control y le dijeron que dónde llevaba el
trigo, él les dijo que a la fragua a Caravaca. Entonces bajaron con él al
taller y el trigo se lo decomisaron. A mi padre le pusieron la denuncia, que
vino a los pocos días, y era de 5.000 pesetas, que en aquel tiempo era mucho
dinero, y mi padre no las tenía. Pero se enteró mi padre de que había un
Guardia Civil en Murcia que era novio de una hija de Miguel Ángel Iglesias, que
se llama Dolores. Él era muy buena persona y le dijo a mi padre que como éramos
familia numerosa que nos hiciéramos una fotografía con todos para presentarla.
Nos la hicimos, se la llevó, hizo las diligencias, ya que él se encargó de
todo, y al poco tiempo vino la multa denegada. Este Guardia Civil se llamaba
José Gómez Bermejo.
Por aquel entonces la Glorieta estaba toda
vallada en la parte de abajo, en la de arriba había dos puertas grandes, otras
más pequeñas en los lados y cuando se hacía algún festejo se cerraban.
Recuerdo que cuando se hizo la Gran Vía lo único
que había era: la fábrica de chocolate, el Cinema, el Patio Andaluz, que era
una posada, enfrente un molino y, a la parte de abajo de la fábrica de
chocolate, el almacén de hierros y una gasolinera que daba a la carretera y los
dueños tenían los bancales para almacenar madera.
Cuando se acabó la Guerra nos apuntaron a Falange ya que si no nos apuntábamos no nos daban la cartilla de racionamiento, y nos tenían casi como en el Ejército. Teníamos que ir todas las noches porque nos daban charlas, los domingos íbamos a misa formados y después a desfilar por las calles. Al que no iba, como pasaban lista, lo arrestaban. Un año nos expulsaron de Falange a los tres amigos que nos juntábamos, el Mulas, el Rojo el Gamba y yo, porque estábamos cansados de tanta esclavitud, pues teníamos dieciséis años.
Cuando vino mi tío Rafael del campo de
concentración, se enganchó a trabajar con mi padre. Como el oxígeno para soldar
lo mandaban por el tren, a mi padre le dejaron un carro con una burra para
subirnos una botella. Bajamos mi hermano Juan, mi tío Rafael y yo y, entonces,
cuando vio venir el tren, me dejó al cuidado del carro y de mi hermano. Mi
hermano estaba montado, pero al llegar el tren dio varios pitazos, se espantó
la burra, salió corriendo con el carro y mi hermano cayó por el culo de la
burra al suelo. Vino mi tío corriendo y,
como a mi hermano no le pasó nada, fue a coger a la burra con el carro, cargó
la botella y nos subimos.
A mi padre lo habían hecho encargado de las
chatarrerías que había en Caravaca, había una en la Parroquia y otra en el
patio de Antonio Castaño; La de la Parroquia la trasladaron a ese patio. Un día
mandó a mi tío a desarmar una cama, ya que allí había de todo, y le saltó un
trozo pequeño de metal a una vista. El oculista, que era don Miguel Robles, lo
mandó a Madrid porque en Murcia no había aparatos, pero el ojo lo perdió y le
pusieron uno de cristal. Dio la casualidad de que en los días en que estuvo
allí se le murió la novia y no pudo asistir al entierro. Ella era familia de
los Parrulos. Como él ya no podía trabajar, le buscamos otro oficio. Todo esto
fue por los años cuarenta, cuando yo tenía dieciséis años.
El taller
estaba junto a la carpintería de mi abuelo, que no era muy grande. La mayoría
de los trabajos se hacían en la calle, como el arreglo de carros y calderas de
esencias. Por el año 1942 mi padre compró un solar enfrente, al otro lado de la
carretera, que era de Basilio Robles. Tenía 20 metros de fachada y 58 de fondo,
allí se levantó un edificio que terminó siendo el taller. Nos trasladamos
cuando estuvo hecho ya que era más grande, pero la parte de arriba no se pudo
hacer.
La casa se la alquilamos a Fernandico, que se
trajo a los hiladores que estaban trabajando en la carretera de Moratalla.
Cuando hizo un local se los llevó, entonces terminamos la vivienda y nos
pasamos a la casa nueva.
Mi primo Bartolo vivía con mis abuelos porque sus
padres se fueron a Socuéllamos, pues mi tío Gonzalo puso un negocio de
alpargatas y se llevaron a los mayores. Al poco tiempo falleció mi abuelo
paterno.
En la casa que hizo mi padre, en el sótano, había
tres habitaciones: una se habilitó de despensa, la otra de comedor y la última
era una cocina grande, que es donde se guisaba. Había un patio que daba a la
cocina y cuatro cuadras que las alquilábamos en las ferias que se hacían en el
mes de octubre.
Del 4 al 8 de octubre las ocupaban los marchantes,
que venían en el tren, y los clientes, que las tenían apalabradas. Los que no
las tenían, salían corriendo de la estación para alquilar tanto las de mi casa
como las de mis abuelos. Mi madre les guisaba. También se les alquilaban camas,
así que nosotros dormíamos en un colchón en el suelo. Mi madre recibía un
dinero que le venía muy bien.
Todos los días, cuando se recogían los feriantes
con los animales, mi primo Bartolo y yo cogíamos la basura y la llevábamos al
patio de mi casa. Allí hacíamos un montón y luego la vendíamos.
Al poco tiempo se murió mi abuela. La casa, que
era muy grande, la dividieron en seis partes. Como el negocio que les puso mi
tío Gonzalo a mi tía Amparo y a su marido fracasó, vinieron y ocuparon su parte
de la casa. Mis padres vendieron una parte de lo que les correspondía a mi tío
Gonzalo y otra a uno de Murcia.
Los años posteriores al final de la Guerra, los
seis amigos estábamos ahorrando todas las semanas cinco pesetas cada uno, para
cuando llegara la Navidad. Yo era el tesorero, me encargaba de ir recogiendo el
dinero. En esos días, mi madre nos hacía mantecados, alfajor y también
comprábamos un par de pollos y las bebidas, y en las casas a las que íbamos a
hacer bailes nos convidaban.
Sin embargo, un año la Nochebuena se torció
porque los hermanos Sabinas, Juan y Pepe, que eran músicos, le dijeron a otro
grupo que cuando nos dejaran, fueran con ellos a tocar a una casa. Uno de los
que iban con nosotros se enteró de lo que iban a hacer, y del disgusto que
teníamos pensamos en coger los pollos y hacer un arroz. Como los pollos estaban
en casa de los Sabinas, decidimos ir a por ellos. Cuando se iban a dormir,
dejaban la llave en un rincón de la puerta, y como mi cuñado Blas era molinero
y casi todas las noches les subía harina para venderla de estraperlo, lo sabía.
Cuando estaban acostados, Alonso el Diezreales subió con él y entraron a donde
tenían los pollos, que empezaron a volar. Se despertaron en la casa y entonces
pensaron que el Pepe y el Juan habían ido a por los pollos y no hicieron nada. Entonces se los bajaron, los arreglamos e hicimos el
arroz, pero, como no habíamos frito los pollos, no nos lo pudimos comer de
duros que estaban.
Cuando las hermanas de los Sabinas se enteraron
de que sus hermanos no eran los que se habían llevados los pollos, fueron a
darnos las quejas.
Todos los sábados salíamos con un gramófono a
echarles música a las pretendientas,
es decir, a las novias de los que tenían. Una de las noches fuimos casa de la
novia del Diezreales y entonces llegaron unos que iban un poco bebidos y
empezaron a decir que esa era la novia de uno de ellos. Se armó una gorda y yo
recogí el gramófono y me retiré de ellos; cuando se cansaron de pelearse nos
fuimos a nuestras casas y se acabó la música.
Al sábado siguiente, como me dijo Paco el Bolilla
que fuera a su casa que iba a hacer una garita para los palomos, esa noche no
salí. Yo tenía una guitarra que me dio mi abuela y mi primo una bandurria, que
también le regaló. Mi cuñado Blas me dijo que como yo no iba a salir que le
dejara la guitarra, que iban a echar una música, y cuando me la devolvió iba
hecha mixtos porque se pelearon y se la metió en la cabeza a uno. Me dio mucha
pesadumbre porque mi abuela me la regaló con mucho capricho.
Todos los años, cuando estaban las fábricas de
alpargatas en todo su apogeo, la noche de antes del día de San Antón se tiraban
muchas carretillas. Se hacían hogueras en todos los barrios, también se hacían
cucañas y una procesión en el convento de los frailes, que era donde estaba el
Santo.
La noche anterior salíamos los amigos tirando carretillas.
Un año bajamos a la carretera de Granada Manolo el Mulas y yo y, como en mi
casa teníamos una entrada para el patio en la que no había puertas, subían unos
por la carretera y cogió una carretilla que llevaba en el bolsillo del abrigo y
cuando la encendió para tirarla, se le pasó el fuego a las que llevaba en los
dos bolsillos y salieron ardiendo. Salió corriendo para el patio, se tiró al
suelo y se pudo quitar el abrigo pero se quemó las manos.
Después, pensando qué iba a hacer porque el
abrigo estaba quemado, como le bajaba alpargatas a Tomás el Gamba a la calle
Junquico, le pidió dinero y fuimos a
casa de Pepe el de las confecciones a que le vendiera un abrigo. Como
estaba la tienda cerrada, vino, la abrió y, el más parecido al que él llevaba,
se lo llevó.
En el taller hacíamos algo de fontanería con tubo
de hierro y mi padre me mandó casa de Higinio Carrascal para hacerle una
instalación para un aseo y dio la casualidad de que era su santo. Como tenía la
serradora una fábrica de alpargatas nos dio a todos una invitación. Yo, como no
estaba acostumbrado a beber, me puse a bailar con las jóvenes que estaban
trabajando. Yo no fumaba y me fumé un puro, me mareé un poco. Juan el Curro,
que estaba allí trabajando, me acompañó a mi casa y como era de noche y la
puerta estaba abierta, nos subimos a las falsas, que es donde dormía, y mi
familia no se dio cuenta. Pero al bajar, como en el comedor había una puerta de
cristales, lo vieron bajar y entonces salieron y le dijeron que qué pasaba y él
les dijo que yo venía un poco mareado y me había acompañado. Subieron y mi
padre me dijo todo lo que quiso, pero yo no me enteré. Al día siguiente me fui
a trabajar y no me dijo nada.
Por aquellos tiempos, cuando salíamos de trabajar
por la noche, nos paseábamos por la calle Mayor, desde la puerta de la
Parroquia del Salvador hasta la Posada de la Compañía, en dos direcciones. Allí
unos hablaban con las mocicas, otros con sus amigos y siempre se iba cantando
canciones de la época. Yo pretendía a una de la calle Larga, pero no le
agradaba.
Casi todas las noches subía casa de mi amigo
Alfonso el Chato porque me gustaban los palomos, y en la calle había una
muchacha que me gustaba de la que me hice novio, pero al poco tiempo, cuando
todavía no había cumplido veinte años, ingresé en el Ejército.
Antes de irme al Ejército, como se usaba ir a visitar a los familiares porque te daban algún dinero, recogí en aquella época alrededor de 1000 pesetas, pero se las dejé a mi hermana Emilia para cuando me hiciera falta dinero que yo le iría pidiendo algo. Pero se me presentó pedirle una vez 100 pesetas, que eran mías, y me mandó una carta preguntándome que para qué las quería, que era un malgastoso, que lo estaban pasando muy mal porque mi padre tenía que pagar lo que debía de la casa. Aquellas me las mandó, pero ya no le pedí más dinero.