ME LICENCIO Y ME ECHO NOVIA
En mi casa tenían muchas ganas de verme después
de una estancia tan larga. Mi madre, que hacía muchos días que no salía de
aquellos alrededores porque mi hermana Teresa se había ido con el novio, porque
en aquella época era muy doloroso para los padres, bajó a esperarme.
A los pocos días se casó mi hermana, que ya iba
embarazada, y se ve que me estaban esperando a mí para que fuera el padrino.
Hicimos la boda y en el mes de octubre me puse a trabajar.
Se hacían ferias de ganado muy grandes y como
vivíamos en la casa nueva, mi padre alquilaba las cuadras, también se
alquilaban las habitaciones y mi madre les hacía de comer a los feriantes y así
se ganaba algún dinero.
La casa era grande, en el sótano, junto al patio,
había tres habitaciones y la cocina de guisar, en el centro un comedor, que era
donde comíamos nosotros, con una mesa grande; en la parte de adentro había una
despensa muy amplia. Al piso de arriba subíamos a dormir y había cinco
dormitorios, un comedor muy grande, una cocina con sus fregadores, la despensa,
un cuarto de baño y una terraza muy grande.
Cuando me licencié, los domingos cogía la
bicicleta para entretenerme. Un día, por la carretera de Moratalla, enfrente
del Templete, me puse a hablar con una joven que venía de la yesera con un
caldero de yeso, y ella me correspondía. La acompañé hasta enfrente del
instituto, ya que me dijo que vivía en el Cabezo. Como no había casa, cruzó
unos bancales para salir a la calle los Ciruelos y me dijo que todos los días
bajaba al medio día a por un cántaro de agua. Todos los días iba a hablar con
ella y, como tenía estatura, parecía que era mayor. Me dijo que tenía trece
años.
Pasaron los días, se enteró su familia y no la
dejaban bajar porque yo era bastante mayor. Entonces, cuando podíamos,
hablábamos, pero tomé amistad con su tía Magdalena y, como ella dormía allí,
pues allí hablábamos.
Su madre vendía en la plaza de abastos, su padre
trabajaba en la agricultura, también eran turroneros y cuando eran las fiestas
de los pueblos de estos alrededores, iban a vender.
Mientras estaban en las fiestas hice un molde
para hacer obleas para el alfajor, y la harina para hacerlas se la bajaban de
Huéscar de Granada ya que era la última fiesta.
Casa de su tía, con un hornillo de leña, íbamos
haciendo hojas. Las hacíamos en los ratos que yo podía por la noche, cuando
subía a hablar con ella; el dinero de venderlas lo íbamos guardando.
Por aquellos tiempos los maestros alpargateros
celebraban las fiestas de san Antón; se hacían muchas hogueras en los sitios
más principales, y se tiraban carretillas que quemaban a muchas personas. En
una de estas fiestas pasó lo que conté anteriormente que le pasó a mi amigo el
Mulas.
Los sábados por la noche, después de hablar con
las novias, nos íbamos a recorrer las tascas. Los domingos por las tardes nos
íbamos a dar un paseo con la novia y por las noches nos íbamos al teatro
Thuiller ya que ponían dos películas. Con nosotros salían Fernando el Mulas con
su novia y su hermana Isabel con el novio, y en el descanso de la primera
película salíamos a un bar que había cerca, comprábamos unos bocadillos y
cenábamos allí.
En el taller hacíamos de todo, lo que más
trabajábamos era agricultura, cerrajería, calderas de destilar esencias y
depósitos para almacenar aguarrás.
Como mi abuelo y mi tío Germán eran carpinteros
aperadores, en los veranos bajaban de los campos y de los pueblos de alrededor
para reparar los carros y las ruedas, de las que la madera se encogía de los
calores.
La reparación consistía en que el carpintero
hacía nuevas las piezas de madera que llevaba rotas. Y nosotros, que éramos los
herreros, metíamos el aro que era más grande en una máquina que teníamos, que
estaba caliente y lo encogía, y lo dejábamos un poco más pequeño que la rueda.
Para calentarlos, poníamos los aros en el suelo con unas piezas que teníamos a
las que llamábamos parrilla; se las poníamos alrededor, unas por fuera y otras
por dentro, les echábamos carbón, que después
sustituimos por unas piñas pequeñas que ardían antes y se calentaba más
pronto. Entonces poníamos tres taburetes de unos ochenta centímetros de alto y
poníamos la rueda encima. El calentarlos era porque el aro era más pequeño y se
agrandaba; con unas tenazas que teníamos los sacábamos, los poníamos en las
ruedas, y con unos recipientes que teníamos los llenábamos de agua. A la rueda
se le iba echando agua de un bidón que teníamos al lado para que no se quemara,
y el carpintero antes de que encogiera iba acoplando el aro a la rueda. Así que
estaba hecha la operación, el carpintero repasaba la madera y nosotros le
poníamos unos pasadores en un taladro que llevaba en cada pina.
En el taller también hacíamos cosas de labranza, reparábamos
tractores, herramientas de cantero, hacíamos puertas de hierro, barandas de
escalera, y todos los bloques de pisos que hizo mi cuñado Blas en el Cabecico
los hicimos nosotros.
Mi hermano Juan también estaba trabajando con
nosotros, pero cuando cumplió dieciocho años se fue voluntario a la aviación.
En un permiso que vino, cuando se fue en el autocar, como iba lleno de gente,
se montó en la baca, o sea, en el techo, con los pies para el lado de los
árboles y un poco antes de llegar al cuartel se le engancharon los pies en una
rama y se cayó a la carretera pero se hizo poca cosa.
A los
dieciocho meses lo licenciaron y se enganchó a trabajar. Teníamos un maestro
artístico que se llamaba Tomás Corbalán que, como a todas horas estaba con
nosotros, nos enseñó a hacer muchas cosas.
Mi hermano y yo todos los mediodías después de
comer y mientras no nos enganchábamos a trabajar con mi padre, hacíamos cosas
para ganarnos algún dinero. Y los domingos seguíamos trabajando para ganar algo
extra, que no venía mal. Hacíamos estufas, ajuares de novia, almaradas de
alpargateros, romanas, navajas especiales, ceniceros, y otras cosas más que nos
enseñó Tomás.
Mi hermano y yo también subíamos todos los días a
lo alto de la torre de la Concepción a darle cuerda al reloj, nos turnábamos,
un día subía él y otro yo, y nos pagaban. Un día que subí me encendí de pulgas
de los gatos que tenían las que vivían allí, y me tuve que cambiar de ropa. El
que nos pagaba era Inocencio el Relojero, pero nos pagaba poco y cuando le dijimos
que tenía que pagarnos más, nos dijo que lo paráramos y no siguió funcionando.
Me han gustado siempre las giras y ya después de casado y con hijos, también fuimos algunos años al Mosquito, en Cañada de la Cruz, y un año vinieron mi sobrino Domingo porque venía su padre, mi hermano Juan, y mi hijo Domingo; además se vinieron Perico el Alto, Antonio Romera, Alfonso el Chato, Ángel el de Dimas, el Gajo y Antonio el de la Maravillas, la hija de la Esperanza. Este último se llevó un cabrito arreglado y nosotros hicimos una pieza para colocarlo, con una manivela con la que le dábamos vueltas; así lo asamos con los ingredientes que le íbamos echando.
En ese lugar había unas casas desocupadas, con un
nacimiento de agua a la puerta de la calle; a la parte de arriba había otra cortijada
que le decían el Mosquito de arriba. Había una casa desocupada con las puertas
abiertas y entramos y al dueño, que estaba por allí, cada uno le compramos
alguna cosa. Yo, dos quinqués, otro una jaula de perdiz…
Casi todos los años, como era costumbre, nos
íbamos el domingo de Resurrección de gira a la Fuentes del Marqués, con las
novias; pero un año lo teníamos todo preparado y mi hermano le pidió una moto a
mi cuñado Gabino, se montó y se fue para la carretera de Moratalla y cuando
bajaba, al llegar al puente, tomó la curva muy ligero, se cayó fuera de la
carretera y, aunque no se hizo mucho, suspendimos la gira.
Al año siguiente nos fuimos a las Fuentes de
Mairena, íbamos mi novia y yo, y vinieron su abuela, mis suegros y sus tíos, y
así repetimos algunos años más.
Cuando éramos novios le regalaba cosas de
provecho, pero no le decía nunca nada y cuando las recibía le servían de
sorpresa.
Como la familia de mi novia se iba todos los años
a vender turrón, un día se vino ella a preparar el que les hacía falta ya que
habían vendido bastante.
Cuando estaba licenciado, antes de casarme, había
una gata en la casa y, como hacíamos la vida en la habitación que había junto
al patio, donde estaba la cocina, parió en unos pesebres que había en el patio.
Todos los días cuando bajábamos, tenía varias
ratas que había cazado junto a las crías. Fuimos observando que la gata cada
día que pasaba estaba más delgada y un domingo por la tarde, que me iba a ver
un partido de fútbol, entré a una habitación, donde teníamos piñas, que
gastábamos para calentar los aros y que cogíamos en Calasparra, y vi una
culebra pequeña que se ve que vino entre las piñas y allí fue desarrollándose.
Entonces, como digo, entré a la habitación y vi a la culebra pero, como la
pared no estaba amaestrada, se metió en un agujero; al lado había un hacha, la
cogí, pero cuando fui a darle se escurrió para el agujero y no pude matarla. Cogí
yeso, que teníamos al lado, lo amasé, tapé los agujeros y entonces me di cuenta
de que la gata estaba así de delgada porque, como era tan cazadora, se ve que
la culebra le había pegado alguna paliza.