Memorias de Ángel Reinón Sánchez (La pedimenta, el matrimonio y la familia)

 

LA PEDIMENTA, EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA

Cuando se pasó un poco tiempo y teníamos algunos ahorros, sobre todo de las obleas ya que teníamos nuestra clientela, acordamos casarnos.

En aquellos tiempos se acordaba un día y se pedía a la novia. El día fijado fueron mis padres y después de la tertulia se acordó la fecha del dos de enero de mil novecientos cincuenta y seis. Se usaba ir a las casas a invitar a los familiares y a los más conocidos y vecinos. Yo subí en bicicleta a Archivel a la casa de mi tío Ángel;  Francisca hizo lo mismo con los suyos. Yo como es normal invité a todos mis amigos.

La boda fue muy sencilla porque nuestros padres no tenían medios para darnos nada. Con lo que le tenía prestado a mi padre de las chapuzas que hacía, 5000 pesetas, y con lo que teníamos ahorrado de la ganancia de las hojas para el alfajor, compramos los muebles de la nueva casa, y pagamos el refresco de la boda. Todo nos costó unas 12,000 pesetas; los muebles fueron muy sencillos. Para el refresco compramos dos arrobas de dulces y bebidas, y además su familia hizo turrón.



Nos casamos en la Parroquia del Salvador, los padrinos fueron mi cuñado Manuel y mi hermana Consuelo; el refresco fue en una casa que nos dejaron en la calle Planchas. Nos fuimos a vivir a la cuesta de la Simona a una casa que era de Manolo Santillana, que tenía tres habitaciones, dos en la planta baja que eran un comedor y un dormitorio, y arriba una habitación con una despensa. La casa tenía un sótano con una trampa que daba al comedor, con sus escaleras, una puerta que daba a la cuesta y un aseo al que teníamos que bajar a hacer nuestras necesidades.

Cuando la tuvimos arreglada las personas conocidas iban a verla. Pagábamos 200 pesetas de alquiler y como yo ganaba 800 pesetas mensuales, tuvimos que seguir haciendo hojas de oblea en una chimenea que había en el comedor.

Como no había agua potable, la metimos en la cimbra, que era muy grande, hicimos una marranera y criábamos un cerdo que cuando se hacía grande vendíamos. Todo este dinero extra lo metíamos en una botella y cuando nos hacía falta la rompíamos.

Como no pudimos irnos de viaje de luna de miel, nos invitó mi tío y nos fuimos a Archivel y allí estuvimos unos días.

Al poco tiempo Francisca se quedó embarazada con tan mala suerte que el niño nació dificultoso. A los dos días falleció y, como era el primero, tuvimos una gran desilusión. Si hubiera sido en esta época, con los adelantos que hay, no hubiera fallecido.

En poco tiempo se casaron las hermanas que quedaban sin casar; mi hermano se fue a una casa que hicieron casa de sus suegros y allí mismo hicieron el refresco. De las hermanas de mi mujer, la única que se quedó soltera fue Josefa. Mi cuñada Carmen se casó con Patrocinio dos o tres años después, cuando ya habían nacido mis hijos mayores, y mi cuñada Cruz y yo fuimos los padrinos. Se casaron en la parroquia del Salvador y el refresco fue en la nave de conservas que era de Antonio el del Pendón, que estaba en la carretera de Moratalla

Cuando pasó un poco de tiempo, se quedó embarazada mi mujer y nació mi Encarna, el 10 de febrero de 1957. Cuando era pequeña le dolían mucho los oídos y el médico le mandó unas medicinas, pero se puso peor. Le ponían unas inyecciones y como el médico se había ido de fin de semana, no estaba en el pueblo; fui a buscar a otro y vi a don Ángel que venía del cine de las piscinas. Le dije lo que pasaba y no quería subir y después de rogarle, subió y me preguntó que cuáles eran los medicamentos, pero no dio ninguna solución. Nosotros seguimos dándole los mismos medicamentos pero se puso peor, parecía que se iba a morir. Cuando el lunes llegó don Alfonso y vino a verla, nos preguntó que si le habíamos dado antes de ponerle la inyección unas pastillas, nosotros le dijimos que no las había mandado; entonces se echó las manos a la cabeza, nos mandó a por ellas y a partir de ese momento se fue mejorando. Por un descuido de un médico se puede morir una persona.

A los pocos días fui al garaje Ford y me subí un aparato de radio¸ cuando se fue a un recado mi mujer, entré, lo puse en marcha y me fui, y cuando vino le sirvió de sorpresa porque no se lo esperaba. La radio era una Marconi de las mejores que había.

A los dos años nació mi Domingo, el 30 de marzo de 1959. El día anterior habíamos estado en la Fuente Mairena de gira y allí estuvo Francisca muy desinquieta.

El año en que nació mi Encarna hubo un nevazo muy grande, los cables que cruzaban las calles se rompieron; nosotros tuvimos la suerte de que el jefe de la luz vivía en la calle de los Ciruelos y en unos ocho días nos dieron servicio. Algunas personas estuvieron casi un mes sin luz. La gente bajaba a la carretera a cortar ramas de los árboles para calentarse. Entonces había árboles que llegaban desde la Glorieta al puente de Santainés, en dos filas; en la carretera de Moratalla había cuatro filas y, al lado de la carretera, había dos paseos a los que llamábamos andenes.

Al poco tiempo en la calle de los Ciruelos le compramos una casa a Antonio Rabadán y, como no tenía dinero para comprarla pues valía 40,000 pesetas, mi hermano me lo prestó.

La casa estaba muy mal, se arregló un poco. Por la cimbra pasaba una acequia, que era la que regaba la Glorieta, y que iba descubierta. Tuvimos que taparla porque por allí se metían las ratas. También hicimos un váter encima de la acequia.

Además de la cimbra, la casa tenía una planta a nivel de la calle con un dormitorio grande, donde teníamos la cama, dos cunas, un armario de luna, las mesillas y la coqueta. Además una cocina y junto a ella un salón comedor con chimenea y una habitación pequeña donde pusimos el fregador. Arriba había una habitación grande con los techos muy bajos, otra habitación pequeña sobre la de abajo, donde pusimos una tinaja que hacía de depósito de agua.

Como las casa no tenían agua potable, la cogieron con un tubo de plomo de la cuesta de la Simona; hicieron una zanja, se hizo un poco de instalación y se enchufó a la tinaja, y así nos arreglábamos. Al lado de la chimenea, como las paredes eran muy gruesas, a un metro de altura del suelo rebajamos un poco y se hizo un poyatón donde pusimos un hornillo de gas para hacer la comida, porque la chimenea la usábamos para hacer las hojas del alfajor.

Cuando los críos se hicieron un poco mayores, se tiró la casa, se hicieron las paredes nuevas, se pusieron vigas, se levantó una planta más con un poco de terraza, se pusieron los techos a su altura y unas puertas de hierro que hice yo.

Cuando estaban tirando la casa, los Picaores dejaban el camión para que nosotros por la noche lo cargáramos y al día siguiente, temprano, se lo llevaban; y así todos los días.

Mientras duró la obra, mi suegro ayudaba a los albañiles; los gastos de la obra me los prestó mi hermano, y se los pagué cuando pude. Mientras estuvieron obrando seguimos viviendo en la casa.

Cuando estuvo acabada el comedor lo pusimos donde estaba el dormitorio, en la parte de afuera pusimos una sala donde comíamos; en la habitación pequeña montamos la cocina de guisar con un poyatón y los fregadores; a la salida una entrada, que es donde están las puertas; en la parte de arriba tres dormitorios, un cuarto de baño, con su bidé, un váter y un lavabo. Mi Encarna dormía en un dormitorio, mi Domingo en otro y en el dormitorio de matrimonio pusimos una cuna para mi Antonio, que nació el 19 de septiembre de 1965. Ese día era domingo y nos pilló a mi hermano y a mí desarmando la fábrica de espartos de la que habíamos comprado el hierro a Pepe Gómez. Cuando bajamos a comer me dieron la noticia.

Como las falsas ya estaban terminadas, como había hecho tres moldes, uno para mi mujer, otro para mi cuñada Josefa y otro para mi cuñada Carmen, se subían con tres hornillos, con sus mecheros, que enchufaban en el butano, a hacer la hojas del alfajor.

A lo primero hacíamos las hojas con un fornel de leña, después con una estufa de serrín, pero muchas salían manchadas. Se hacían una cinco mil docenas en la temporada de octubre a diciembre; y buscábamos clientes nuevos porque cada vez nos cundía más.

Con el dinero que ganábamos fuimos renovando los muebles y compramos unas literas porque mi Antonio se hizo grande, y lo pusimos en la habitación con su hermano.

Mi Encarna y mi Antonio de pequeños eran muy buenos, pero mi Domingo era muy revoltoso. Cuando yo estaba era un pedazo de pan,  pero cuando me iba al trabajo cambiaba por completo, se metía con su hermana, no hacía caso cuando tenía que ir a la escuela, decía que no iba y su madre le decía que se lo iba a decir a su padre y entonces iba. Una vez se fue al Camino del Huerto solo, era bastante pequeño, y su madre fue a buscarlo preguntando a los que bajaban. Le decían que no lo habían visto, hasta que un hombre lo bajaba de la mano. Había decidido irse porque la tía de mi mujer, Magdalena, se había llevado a las Fuentes a su hermana y a él no había querido llevárselo porque les hacía padecer, porque se alejaba de ellos y cuando lo llamaban no hacía caso.

Cuando mis hijos eran pequeños me los llevaba al fútbol; una vez, en un partido en el que vendían papeletas, rifaron un jamón y un balón, hicieron la rifa y nos tocó; el balón era del Atlético de Madrid, el equipo de mi Antonio. Se puso muy contento. Y con el jamón nos fuimos de gira con mis suegros y mis cuñados a la Buena Vista, pero aquel jamón estaba muy salado.

Cuando mi Encarna tenía unos dos años, le hice una casa chalé de juguete con cuatro habitaciones, que se amueblaron, y en una de ellas le pusimos un Belén. Llevaba cuatro farolas en las esquinas y una baranda alrededor. A ella le hizo poca sensación porque era muy pequeña, pero a la gente le gustó mucho y vinieron muchas personas a verla.

A mi madre le gustaba ayudar siempre a los hijos más necesitados; en aquella época se ganaba poco, y cuando se tenían hijos, no llegaba el sueldo para cubrir gastos. A dos de mis hermanas casadas les hacía falta ayuda y mi madre sin que nadie se enterara les ayudaba en lo que podía, hasta que fueron prosperando algo.

Como mi madre era la mayor, siempre les daba consejos a sus hermanas y cuñadas, porque era muy buena. Hacía muchas visitas y cuando yo era pequeño iba con ella muchas veces; visitaba a las Conces (Nicolasa y Concepción), que eran las que vivían al lado de la iglesia de la Concepción y les hacía muchos obsequios. A todos los hijos nos quería por igual y padecía cuando teníamos alguna papeleta.

 Mi padre era más recto, no nos dejaba pasar nada de lo que creía que no estaba bien. En las horas de las comidas siempre estábamos discutiendo los hermanos, pero, para lo recto que era, no nos decía nada. En el taller, cuando mi hermano y yo hacíamos algo artístico, le gustaba alabarnos. Cuando se jubiló, le gustaba ir al Círculo Mercantil a jugarse la porra con los amigos y, como iba todos los días, lo conocía todo el mundo. Cuando se pasó un tiempo de su jubilación, un día de los que venía mi tío Ángel, hermano de mi padre, le dijimos que hablara con mi padre para que nos dejara el taller. Él no lo vio mal y entonces le hicimos una oferta que le pareció bien.