Memorias de Ángel Reinón Sánchez (La mili)

 

LA  MILI

El día de mi partida nos fuimos en tren hasta Murcia y desde allí en otro tren hasta Valencia, que era donde estaba destinado. Llegamos el diez de marzo, que era cuando empezaban las fiestas de San José. El cuartel era el Parque y Talleres de Automovilismo y estaba en Bonrepòs. Lo primero que hicieron cuando entramos fue cortarnos el pelo al cero, darnos una ducha con agua helada y entregarnos el uniforme y un mono.

Como eran las fiestas, todos los días nos daban permiso y el que quería comer en el cuartel volvía y el que no, no volvía hasta la noche que era cuando nos pasaban lista. Cuando llegó el último día de las fiestas, que era el día de la cremà, como ya estábamos cansados de tanta fiesta, nos fuimos al cuartel y dio la casualidad de que el oficial de guardia se llamaba José y entonces nos formó a los que habíamos llegado, nos dio un paso ligero y nos dijo que eso lo hacía por  lo burros que habíamos sido por no quedarnos a la cremà, una cosa que a lo mejor ya no la íbamos a ver en toda nuestra vida.

Al día siguiente, a las siete de la mañana nos tocaron la diana, tomamos el café y nos fuimos a hacer la instrucción; después nos dieron un bocadillo, una jícara de chocolate, fuimos a la teórica y así estuvimos hasta que juramos bandera. Nos ponían guardias y provisiones y, para librarme de las guardias, me fui a la cocina para servir las mesas y fregar los platos. Así estuve un poco tiempo hasta que me mandaron a un destacamento  que estaba en la carretera de Valencia a Madrid y se pasaba por Manises que era donde estaba el campo de aviación. Un poco más abajo estaba la Reva y allí íbamos a por el agua. En el destacamento había un desguace de coches de los usados en la Guerra, a los que les quitaban las piezas para arreglar otros.


En la orilla de la carretera había una nave donde dormíamos y al lado se hacían las comidas. Allí había un cruce con la carretera que iba a Godella y nos mandaban el suministro con el autocar que llevaba a los pasajeros. El destacamento estaba a cargo de un cabo primera y en él éramos ocho militares entre los que estaba el Peña, que era el cocinero y hacía muy buenas comidas. Estábamos rodeados de naranjos y algarrobos de los que disfrutábamos.

Estando allí me incomodé con la novia porque un amigo, con el que me escribía, me dijo algunas cosas que no me gustaron.

 Al poco tiempo me llevaron al cuartel y como mi tío Antonio vivía en Benetússer, donde tenía un almacén de pollos de Ángel Vila, que repartía por todos los pueblos y hasta en Valencia, los permisos que me daban de sábado a lunes los pasaba con él.

A los pocos días tuve la suerte de meterme de asistente con el sargento del economato, para llevarle los recados a su casa, que vivía en un pueblo que se llamaba Almàssera. Como allí entraban obreros de la calle a trabajar a los talleres, les daban suministro que les costaba más barato; yo les ayudaba a preparárselo pues tenían dos hijos pequeños y después del colegio me los llevaba a darles un paseo. Algunas veces me ponían guardias, pero se lo decía a mi sargento, él se encargaba de hablar con el que estaba de guardia y me la quitaban, porque le pedían cosas del economato y él se las daba sin problema.

Estando con él me concedieron dos permisos, uno de quince días y otro de un mes, y la maleta me la llenaba de alimentos. También le traje a mi padre tabaco que nos daba porque yo no fumaba y se lo iba guardando. Cuando regresaba, les llevaba harina que allí escaseaba y algunas otras cosas más.

En un cuartel que había en Almàssera estaban haciendo la mili Ramón el Chavo y Pedro Carrascal y, como estaban cerca de mi cuartel, de vez en cuando iba a visitarlos cuando nos llevaban a misa a ese pueblo. Cuando nos daban permiso por las tardes, como Valencia estaba casi al lado, cogíamos el tranvía que pasaba muy cerca del cuartel y nos íbamos a pasearnos.

Al poco tiempo me trasladaron a Barcelona y el sargento, aunque  estuvo corriendo los pasos para evitarlo, no pudo hacer nada pues nos trasladaron alrededor de a cien soldados. Dio la casualidad que entré en Valencia el diez de marzo y en la misma fecha salí para Barcelona, o sea, estuve un año justo.

En Barcelona el cuartel también era de Parque y Talleres de Automovilismo y estaba en los pabellones de la Exposición. A mí me llevaron al Pabellón de Agricultura, que era muy grande. A los pocos días de llegar nos pusieron guardias fijas, día sí y día no. Muchos días de los que libraba me mandaban a quitar enredos a los pabellones que estaban en Montjuit, cerca del campo de fútbol. Estos pabellones habían sido de la Exposición y los usaban los extranjeros, gente de Italia, Rumanía, y de otros sitios, como almacén de piezas de repuesto de los camiones y coches que habían desguazado y que las usaban en los talleres del ejército.

Yo creí que iba a entrar a estos talleres, pero menos eso lo hice todo, hasta pelar patatas en la cocina.

El día que teníamos libre, los tres amigos que nos juntábamos, Fernando, Francisco y yo, nos íbamos a recorrer las calles de Barcelona más principales: El Paralelo, la Plaza de Cataluña…


Al poco tiempo se casó mi hermana Emilia, pedí permiso para la boda pero no me lo concedieron. Mis padres me mandaron un cajón de comida con la agencia Navarro, que tenía el almacén en el Paralelo. Me lo llevé al cuartel y entre mis amigos y yo nos lo fuimos comiendo.

En aquella época se habían ido muchas familias de Caravaca a Barcelona porque fracasaron las fábricas de alpargatas y los días de fiesta por la calle me encontraba a muchos paisanos.

En las calles colindantes a mi cuartel hacían fiestas. Una noche me dejó salir el que había de guardia en la puerta y me fui a la fiesta. La novia de un cabo primera que yo conocía iba con una joven a la que pedí baile y me lo concedió y todo el tiempo que estuvimos allí siempre bailaba con ella. La joven estaba muy desinquieta porque hacía poco que había llegado del pueblo y le decía  a la novia del cabo que se fueran que su tía le iba a reñir. Se hizo la una de la noche y fui a acompañarlas y su tía la estaba esperando. Cuando yo iba tan tranquilo salió una mujer, que era su tía, chillando: ¡Estas horas y con un hombre!  A la que iba con ella, que era la criada, estuvo a punto de pegarle. Yo di un espante y me fui y al día siguiente fue la novia del cabo primera a decirle al novio lo que había pasado; entonces fue a buscarme para que no lo dijera en el cuartel y ya no pude ver más a la joven porque su tía la mandó al pueblo.

Estando de guardia un día, fue a buscarme Higinio Carrascal, que era muy amigo de mi padre, con su mujer y sus dos hijas para invitarme a comer. Pedí permiso a mis superiores y me lo concedieron. La comida fue en un restaurante que había en el Paralelo. Un amigo que tenía en la enfermería me dejó un traje y cuando habíamos comido le pregunté varias cosas del pueblo, y me contestó: Lo único que te puedo decir es que el arco de entrar en la Plaza y el Castillo están en el mismo lugar. Nos despedimos allí y me fui al cuartel ya que al día siguiente entraba de guardia, que, como he dicho antes, la tenía fija día sí y día no.

El día que no tenía provisiones y que tenía libre, los que eran de Cataluña me vendían la guardia y me daban cien pesetas y un bocadillo de jamón. Pero un día me dijo el oficial que cómo si acababa de salir de una guardia entraba en otra, y me dijo que por esta pasaba, pero para otra vez me metería en el calabozo a mí y al que me la hubiera vendido.

Los sábados y domingos nos quedábamos muy pocos en el cuartel, nada más que los que éramos de fuera. A algunos de la capital les ponían provisiones y entonces nos las vendían a los que no nos íbamos. Yo compré algunas y me daban cincuenta pesetas y el bocadillo por dos horas, porque había poco que hacer.

En veinte meses que estuve en Barcelona no me dieron ni un solo día de permiso porque de cuatro comandantes que había uno de ellos es el que llevaba la dirección y algunos, que eran chusqueros, hasta lo saludaban. Yo me di cuenta de lo que valía cuando llegó un general a talleres y fue un soldado a decirle que había ido el general y él le contestó con soberbia: ¡Que espere! En ese momento me di cuenta del poder que tenía.    

De los tres amigos que nos juntábamos, a uno se lo llevaron al hospital, casi a las afueras de Barcelona y, siempre que podíamos, íbamos a verlo. Cogíamos el tranvía en la Plaza de Cataluña y, si podíamos, le llevábamos algo de comer, hasta que le dieron el alta.

En una ocasión fuimos a la playa de la Barceloneta y, estando bañándonos, me encontré a un amigo que le decían el Loro, que hacía muchos años que se había ido a Barcelona; también me encontré a Miguel Ángel Iglesias, que se fue a trabajar allí.

En agosto de 1947 nos licenciaron y al llegar a Valencia me fui a ver a mi tío Antonio, porque hasta la noche no salía el tren para Murcia. Cuando llegó la noche mi primo Ángel me llevó a la estación más próxima y, por cierto, el tren iba hasta los topes. Como pude me subí en los paragolpes, hasta que se fue bajando gente y me pude colocar en un vagón. En Chinchilla hicimos el traslado para coger el que venía a Murcia y cuando llegamos a la estación de Calasparra, salimos corriendo para coger el autocar que venía a Caravaca.