Memorias de Ángel Reinón Sánchez (Hijos de Domingo Reinón, el taller familiar)

 

HIJOS DE DOMINGO REINÓN, EL TALLER FAMILIAR

Nos quedamos con el taller y nos salió un trabajo que era hacer unas vigas forjadas muy largas. El taller era pequeño y no podíamos hacerlas y Basilio Robles que tenía una nave, que estaba junto al taller, nos la cedió para que las hiciéramos, porque nos apreciaba mucho porque muchos días se venía a pasar la mañana con nosotros al taller.

Como teníamos mucho trabajo, poco a poco íbamos ganando algún dinero, pero nosotros pensábamos que cuando faltaran nuestros padres íbamos a tener papeletas con el taller, cuando hicieron las partes de la herencia, hablamos con mis hermanas Encarna y Teresa y con sus esposos y, con la conformidad de mis padres y en vida de ellos, compramos las partes que les correspondían.

Entonces edificamos lo que era nuestro y con las cuatro partes hicimos un taller que era grande; un día vino Román Vélez y nos dijo que teníamos que tocar los camiones, ya que rompían muchas ballestas y carrocerías. Así lo hicimos, porque los carros ya se estaban perdiendo y muchas cosas de la agricultura porque empezaron a utilizar tractores y a modernizarse en este trabajo. En los campos que no había luz fueron poniéndola y casi no bajaba gente a que les hiciéramos trabajos. Aún así, seguíamos haciendo lo de antes, como calderas de esencia, cosas para las fábricas de piedra, y lo nuevo, que eran los camiones.

Poco a poco los clientes de los garajes se venían con nosotros, porque éramos los que mejor hacíamos el trabajo de las ballestas. Entonces compramos una máquina para hacer los nudos de las ballestas, que es donde van metidos los casquillos. Antes los hacíamos a mano y costaba mucho trabajo.

El oficial que teníamos era Lope Alfocea, que estuvo con nosotros unos ocho años, pero se metió de policía municipal y entonces metimos a Antonio el Sabina, que estuvo poco tiempo. Como al lado de nuestro taller había uno de carrocerías, uno de los oficiales, que se llama Juan Gimeno, se vino con nosotros porque allí ganaba poco, y hasta la fecha está con mis hijos.

Como teníamos el taller debajo de la casa de mis padres, cuando terminamos una noche de trabajar a eso de las diez, bajó mi madre y nos dijo que antes de irnos subiéramos a ver a nuestro padre porque se había puesto malo. Cuando subimos estaba en la cama y nos contó lo que le había pasado en la alpargatería de mi tío Gonzalo. Fue  a coger el jarro del agua para beber y se había hecho daño al empinarlo. Esa noche hasta había cenado. Llamaron al médico y dijo que había sido un infarto pero mi madre no nos dijo nada. Esa misma noche, a la doce, subieron a llamarnos porque había fallecido; fue el 10 de enero de 1970. Como éramos tan conocidos, hubo mucha asistencia; acudieron también todos sus conocidos del Círculo Mercantil, donde iba todos los días.

En ese año me saqué el carné de conducir, me compré un Seat 600, y uno de los primeros viajes fue para bajar a mi madre a Calasparra  a ver a mi hermana Amparo, que vivía en el cuartel de la Guardia Civil, donde estaba destinado su marido, Pedro Carreño.

A los pocos días de haber estado en Calasparra, un sábado que estábamos barriendo el taller porque habíamos terminado de trabajar, como aún no habían cortado los árboles, estaba todo lleno de hojas; mi madre estuvo barriendo las hojas, hizo un montón, las hojas estaban húmedas porque unos días antes había llovido, les dio fuego, pero como estaban húmedas no ardían. Yo desde la ventana la estaba observando, cuando de pronto vi cómo se cayó encima del montón. Llamé a mi hermano, bajamos corriendo, la cogimos, la subimos a la cama y llamamos al médico. Nos dijo que le había dado un infarto y no llegó a quemarse porque las hojas no habían ardido, porque estaban húmedas. Duró dos días, no nos conocía ni hablaba; falleció el 30 de noviembre de 1970, el mismo año que mi padre. Como mi madre era también muy conocida, como mi padre, hubo mucha asistencia. A mi madre le encantaba, cuando se casaba alguien conocido, ir a la iglesia a ver a los novios.

Antes de morir mis padres hizo la Primera Comunión mi Encarna en la iglesia de la Concepción. El refresco lo hicimos en mi casa y casa de mis suegros, que vivían enfrente. La casa de mis suegros con anterioridad era del tío Camacho, su hijo le compró la parte de arriba y mis suegros la de abajo. El Paco y la Cruz, cuando se casaron, se fueron a vivir al lado de donde vivimos ahora, en un piso de la Esperanza.

Cuando dos años después hizo la Comunión mi Domingo, el refresco lo hicimos en el taller; hizo un día muy malo  y no paró de llover en todo el día. Cuando se acabó el refresco, como el Paco había tirado el tejado de su casa, fue a por un toldo a la agencia Navarro y lo pusimos en la cubierta.

Cuando pasó un poco tiempo tras el fallecimiento de mis padres, nos pusimos de acuerdo con mis hermanas y sus esposos para comprarles las partes correspondientes de su herencia. También compramos la parte de mi Josefa, que estaba soltera; pero a ella le dejamos la casa para que viviera, le pagábamos la luz y le dábamos algo para que comiera. Cuando se casó, siguió viviendo en la casa hasta que se juntó con mi Consuelo y mi Dolores, compraron un terreno y edificaron tres pisos, junto al actual hospital.

Todos los años nos juntábamos varios amigos en las fiestas de la Cruz y la noche de las migas subíamos al hoyo a concursar. Pero un año estábamos haciendo las migas y llegó uno que iba bebido y metió el pie en la sartén. Se armó una buena y el miguero estuvo a punto de meterle la sartén en la cabeza. Desde aquella noche se bautizó al grupo de amigos como la Peña el sartenazo.

Los años siguientes hacíamos las migas en el taller, juntábamos a varios migueros, que eran amigos nuestros, y hacían las migas, y un amigo que se llamaba Tedi nos mandaba una caja de quesos, otro de Calasparra se venía con un saco de habas, y bebida que comprábamos. También de madrugada se hacía chocolate y churros.

Los componentes de esta peña miguera éramos: Perico el Alto, José María el Chavo, Antonio el Milagros, Antonio Romera, mi hermano y yo. Los años que hacíamos las migas nos poníamos una vestimenta que cada año era diferente. El año que sacamos un carro al que le colgamos una sartén muy grande de hierro, que hicimos en el taller, íbamos vestidos de huertanos.



 Nos dábamos un pasacalle por el pueblo para llegar al Hoyo, que era donde se hacía la fiesta. Otros años nos vestimos de gitanos y de pastores. Así hasta que se torció la cosa, porque con el sacrificio con que lo hacíamos todo y lo bien que lo pasábamos nosotros y mucha gente que iba a divertirse igual que nosotros, un año llegaron unos gamberros y empezaron a armar escándalo, a romper la verbena, y pasó la Guardia Civil y nos dijo que si teníamos permiso para hacer la fiesta. Le dijimos que no y nos contestaron que por ese año no pasaba nada, pero que si en años sucesivos pensábamos hacer fiesta, teníamos que sacar permiso. Ese año se acabaron las migas.

Como mi hermano tenía comprado un bancal en la carretera de Murcia, frente a la serradora de Juan Álvarez, me dijo que si quería que hiciéramos allí el taller. Como teníamos mucho trabajo, con el dinero que íbamos ganando en varias etapas hicimos el taller. Mientras los albañiles lo terminaban se hicieron las puertas, las ventanas y las rejas. Cuando íbamos a cargar las rejas, una de ellas, al echarlas al camión, le dio a mi hermano en la cabeza y hubo que llevarlo a urgencias para curarlo.

Cuando estuvo terminado el taller, fuimos trasladando todo lo que teníamos al nuevo, como herramientas y material, y nos cambiamos allí.

Mi Antonio, que se lleva con mi Domingo seis años, hizo la Comunión como los otros en la iglesia de la Concepción. El refresco también lo hicimos nosotros en la casa.

Para poder hacer esto hacíamos muchos sacrificios porque nos arreglábamos con el jornal, que era escaso. El dinero de vender la chatarra era lo único que cogíamos extra y, gracias a esto y otras cosas, hicimos la nave nueva sin préstamos. La mitad de lo que le costó el bancal a mi hermano se la fui pagando conforme iba recogiendo dinero.

Algunas veces nos íbamos los sábados con mi cuñado Paco y mis cuñadas Cruz y Josefa a cenar. A veces subíamos a la gasolinera de Almaciles; como el Seat 600 se lo llevaba mi Domingo casi todos los días a hablar con la novia y después mi Antonio, me compré el Renault 7, y el dinero me lo prestó mi cuñada Josefa; me costó 400,000 pts.

Con el Seat 600 hice muchos viajes los domingos con los amigos: Pedro, Antonio y José María. Cada vez hacíamos una ruta distinta para saborear unos chatos de vino; unas veces íbamos a la Puebla de don Fadrique, otras a Huéscar, a la Paca, a Lorca. A veces íbamos por la parte de Murcia a Cieza, la Venta de la Alegría; otras por la zona de Albacete: Letur, Socovos, Hellín. Casi todos los domingos por la mañana teníamos viaje.

En otras ocasiones, también los domingos por la mañana, hacíamos almuerzos por estos alrededores, pero eso era andando; casi siempre íbamos a la Peña Rubia y algunas veces nos pasábamos algo en la bebida.

En el verano, cuando los hijos eran pequeños, nos juntábamos varias familias y nos íbamos a pasar el día a la playa de Calabardina.

Cuando nos bajamos al taller nuevo, todos los años hacíamos migas para el fin de año. Los primeros años las hacía Juan el Víllora, después Juan el Bicho.



Nos juntábamos mi hermano, mi Domingo, mi sobrino, el Carancha, el Orillas, mi yerno Toni y yo.

Mi Domingo ingresó en el Ejército y fue a Burgos. Cuando terminó el periodo de instrucción entró en la armería. De vez en cuando venía de sábado a lunes pero se pasaba casi todo el tiempo en el viaje.

Licenciaron a mi Domingo y no mucho tiempo después se fue mi Antonio, voluntario, al cuartel de Aviación de Alcantarilla. Cuando juró bandera fuimos y pasamos un día de calor muy grande. Como mi yerno Toni también vino, él iba con su coche por delante y yo con el 600 detrás. Pero nos equivocamos de carretera y, después de andar varios kilómetros, tuvimos que volver para atrás para coger la carretera que venía para Caravaca.

La nave vieja la tuvimos en venta varios años, se interesaron varios y el que más se aproximó a lo que pedíamos fue Rayfra; hicimos el trato que se ajustó en trece millones de pesetas.

En el taller nuevo nos juntábamos nosotros, nuestros dos hijos y el oficial. Hubo unos años buenos de trabajo y pudimos recoger algún dinero, pero pasó un poco tiempo y hubo una crisis que cambió las cosas. No había trabajo ni para el oficial.

Mi Antonio terminó el ejército y como no quiso seguir los estudios, para que él entrara al taller yo me tuve que ir al paro.